Rancho Las Voces: Libros / España: Facsímiles, la belleza sobre el texto
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lunes, diciembre 12, 2011

Libros / España: Facsímiles, la belleza sobre el texto

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Arriba: Libro de grandes horas del duque de Berry (Ed. Patrimonio). Abajo:Libro de los Juegos del Ajedrez, Dados y Tablas de Alfonso X el Sabio (Ed. Scriptorium). (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua, 12 de diciembre 2011. (RanchoNEWS).- Poseer un ejemplar de un códice, un incunable o la joya literaria que el más apasionado bibliófilo pueda imaginarse (y desear), sin pagar por ello un precio estratosférico es posible. Existe todo un activo mercado de ediciones facsímiles que reproducen al detalle en ediciones limitadas cualquiera de los tesoros de nuestro acervo bibliográfico. Objetos únicos cuya confección y reproducción disecciona Pablo Jauralde para El Cultural:

En el mercado actual del facsímil predomina la belleza sobre el texto, pero empiezan a cubrirse otros muchos campos (literatura, historia, geografía, ciencias....) de manera tal que es posible, por ejemplo, atravesar todas nuestra historia literaria –del Poema del Cid a Gil de Biedma o Borges– consultando exclusivamente fuentes originales. La reproducción lo más exacta posible de un original intenta poner al alcance de todos –los que puedan comprarlo– una obra genuina, tal y como se produjo, escribió o imprimió. Será por tanto la llamada edición facsímil más o menos valiosa según el objeto reproducido y según la calidad técnica de la reproducción: no es lo mismo reproducir, por ejemplo, un manuscrito, que por su propia naturaleza es un objeto único, que un impreso, del que a lo mejor se conservan diez, veinte o cien originales. Y ahora ya se están reproduciendo textos modernos agotados.

La operación editorial consiste, por tanto, en tomar el texto primitivo (manuscrito, impreso, mixto....) e intentar reproducirlo exactamente en edición múltiple. El códice del Poema del Mío Cid (en la Biblioteca Nacional de España) es único y su facsímil –hay varios, de épocas diversas– nos permite poseer, contemplar, leer y estudiar un objeto curioso –un códice medieval– que además nos ha trasmitido un texto literario importante. No se da en el caso de los facsímiles el curioso caso de los cuadros, objetos únicos también por su naturaleza, que pudieron sin embargo reproducirse –una, dos, tres.... veces–, no por técnicas actuales, sino volviendo a ejercitar el arte de la pintura. Tres copias, al menos, hay de un retrato de Quevedo, pintado por Velázquez (¿o por VanderHamen?); cuatro de otro del III Duque de Osuna pintado por Bartolomé González; etc. En esos casos muchas veces puede hasta ponerse en entredicho qué cuadro es el original y cuál la copia. Que yo sepa eso no ocurre textualmente más que en casos muy retorcidos, como cuando Cela volvió a copiar su primera novela, La familia de Pascual Duarte; o en el caso de obras teatrales, copiadas tantas veces como se prepara una representación (Calderón, papeles de actores, etc.) O, en fin, cuando se repite por otra editorial la edición de un facsímil –como ocurre con los varios Quijotes. La perplejidad ante un cuadro y sus copias no nos va a ocurrir en el caso de los facsímiles, desde luego, por muy perfecta que sea la reproducción.

Lo que sí que puede ocurrir es que de un texto impreso se conserve un solo ejemplar: eso pasa con el único ejemplar de la princeps de La Lozana Andaluza (1528), por ejemplo, conservado en Viena (y que puede verse en http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/retrato-de-la-lozana-andaluza--0/html/), o con el que apareció del Lazarillo en una pared de Barcarrota. Otro ejemplar único en el mundo es el que se conserva de Luis Milán en la BNE, Libro de motes, damas y cavalleros (Valencia, 1535), del que existe facsímil copiado a mano, impreso y digitalizado (http://parnaseo.uv.es/Facsimiles.htm), lo que nos sirve para dar entrada en este rápido repaso a las ediciones facsímiles en la red, que en realidad deberíamos seguir llamando digitalizaciones, ya que no permiten tener el libro con su formato original en las manos.

De la aproximadamente veintena de ejemplares de El Quijote (1605) ya hay un puñado de facsímiles, el último, que yo sepa, el alemán... En este caso, predomina el interés erudito, filológico sobre el artístico, que se relega a ese placentero fetichismo de tener algo como la primera edición del Quijote en casa.

En todo ese tejemaneje de ir a los facsímiles, enamorarse de las maravillosas reproducciones de libros de pájaros, plantas, miniados, musicales, artísticos, etc. existen luego todo tipo de gradaciones, claro está. Y existen editoriales que trabajan con piel de cordero y polvo de oro para conseguir que el material –el pergamino, las miniaturas– sean también facsimilares, como el original; en tanto que otros igualan el formato y falsean algún aspecto con tal de respetar letrería y texto. De mi propio anecdotario –disculpas– puedo dar noticia de esa joya que es Libro de Retratos de Pacheco, del que existía facsímil reducido y real, que era el que andaba por consejos de administración y notarías y que terminé por mendigar –no era edición venal– a la Institución que lo había encargado –una aseguradora–, aludiendo a necesidades laborales de profesor con pocos posibles: me lo mandaron. Hace apenas un mes me ocurrió lo mismo en Conde-duque, en cuyo archivo me atreví a ostentar mi miseria mientras pedía un maravilloso facsímil de un manuscrito Libro de noticias del ayuntamiento (de 1620), que además me hacía falta: pero el ejemplar en el que había puesto mis ojos era único, un regalo para su majestad; el resto de la edición era de ejemplares menores, para andar por casa. La anécdota nos sirve para documentar fehacientemente la preferencia por reproducir en facsímil libros bellos, ediciones o manuscritos objetualmente valiosos, lo que inmediatamente encarece su precio y los aleja del público para acercarlo a eso: regalo, objeto artístico, más la vista que la lectura, ya que en ese camino se pierde, relativamente, el valor del texto, a favor de la ilustración, la encuadernación, incluso el formato y los materiales.

Sin embargo, el facsímil es un precioso instrumento de trabajo para quienes se dedican a la Filología: los catecismos para evangelizar en las Indias, La Araucana de Ercilla (sobre impreso), el El libro de los Gorriones de Bécquer (en la BNE), el de los tres manuscritos del Libro de Buen Amor (el más importante de la Universidad de Salamanca), el de casi todas las obras –autógrafas– de Santa Teresa de Jesús (en conventos carmelitas los más), el Aleph de Borges (en la BNE), las cartas de Neruda y hasta la copia mecanografiada que Juan Ramón envío a Gerardo de Diego de Espacio (¡con su sobre!)...

Y la tendencia es que siga creciendo, convergiendo ahora, además, con otro proceso imparable: el de las digitalizaciones, esa ola inmensa que está vaciando los depósitos documentales –archivos, bibliotecas– para ofrecérselos al interesado en la pantalla del ordenador, cada vez con una calidad mejor. El reciente y valiosísimo autógrafo de Lope de Vega –el llamado códice Daza–, con las 500 páginas del mejor Lope, la de sus años finales, ha pasado directamente de su adquisición a la digitalización: y en pantalla se puede ver. Creo que, en general, no se conoce la enorme cantidad de textos (impresos, manuscritos y documentos) que se asoman ya a la pantalla del ordenador. Mi experiencia es que somos uno de los países que mayor cantidad de digitalizaciones está ofreciendo libre y gratuitamente a todos. No he visto nada semejante a las digitalizaciones de revistas que ofrece la BNE, por ejemplo. Desde esta silla en la que escribo, pulsando botones, puedo ver –por referirme a Madrid– a miles de obras que han puesto a nuestra disposición centros como la Biblioteca Nacional, los centros documentales de Conde Duque (Biblioteca, Hemeroteca y Archivo), la Biblioteca de la Complutense (de Valdecillas), etc. Bien es verdad que, al lado de su impresionante gestión, extraña la precariedad de otros centros documentales, como el Ateneo (en tierra de nadie), las Academias (la RAE y la RAH) o instituciones culturales y eclesiásticas (como el Instituto Valencia de don Juan, o el convento e iglesia de Santa Isabel, inexpugnables). Veremos lo que nos depara la crisis. Y en qué quedan los grandes proyectos de recoger áreas enteras en facsímil, como las Bibliotecas Virtuales FHL de la Fundación Larramendi (2008); o digitalizar absolutamente todo, como anunció hace unos días la Biblioteca Vaticana o ya están haciendo algunos de nuestros centros documentales más ricos, entre ellos la Biblioteca Nacional de España.

Hay unas cuantas cosas, sin embargo, que la pantalla no puede ofrecer –iba a decir «todavía»–: el objeto libro como tal, con su dimensión y otras detalles perceptibles, que quedan resumidos en la «visualización». Me permitirán ustedes que, a modo de homenaje a Jaime Moll, el gran bibliógrafo español, fallecido hace unas semanas, recuerde, con él, uno de los problemas de las digitalizaciones frente al facsímil: engaña con su tamaño, por ejemplo, de manera que la enjuta página de una princeps del Quijote, puede llenar una pantalla de 17 pulgadas y un libro de faltriquera presentársenos como un libro de coro. Se lee mejor. Puede ser, pero se falsifica su naturaleza histórica.

Confieso que en determinados círculos académicos aconsejo siempre acudir a los originales y, en su natural ausencia, a los facsímiles, con cierta cautela. Si un texto cualquiera está obligado a decirnos de dónde viene y cómo se ha procesado (reconvertido en texto moderno), un facsímil está obligado a menos, pero está obligado: cuál es el texto que ha reproducido. Entre los filólogos nos citamos anécdotas curiosas que descubrieron flaquezas de este tipo: una gran casa editorial que felicita las navidades con un facsímil del Buscón (1626) y elige un ejemplar falso, pirateado; un editor del Quijote que reproduce como texto un sello de una biblioteca –porque el facsímil igualó el color de todo–, y así sucesivamente. Si el editor salva esos escollos, el facsímil se convierte en dos cosas: un objeto de valor histórico insustituible (una copia del original), una herramienta preciosa para aquellos lectores que sepan leer –y admirar, cuando el libro contenga más que texto– genuinamente, es decir, tal y como salió de la pluma del autor o su impresor elegido. Y sobre las bondades de poder acudir a épocas históricas distintas, además de vivir la nuestra, habría que argüir en otro momento.


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